Hay muchos mitos en la enseñanza y uno de los más arraigados (y algo rancio-casposo) es el mito del “maestro”, intimamente vinculado a su vez con la metáfora de “impartir” conocimientos (apoyada por la machacona repetición del modelo Shannon de comunicación). En el mundo empresarial también abunda.
Hace ya bastantes años, el padre de una novia que tenía en aquel entonces se enfadó conmigo hasta el punto de no dirigirme la palabra durante toda una cena/ velada. Mi delito fue afirmar – no sin una dosis considerable de polémica pos adolescente – que “yo no había aprendido nada de mis profesores” en el colegio. Ni era yo un vago ni estúpido (o por lo menos no en lo que a materia académica se refería) ni eran ellos ineptos (valga la misma distinción). Lo que intentaba señalar era que aquellos que habían operado más como inventores de actividades, organizadores de experiencias y directores y gestores de la secuencia de exploración que, a veces, era el aprender, estos habían tenido un impacto notable en mi educación. Y lo habían tenido mucho más que aquellos que me dictaban cantidades ingentes de apuntes.
Después, en la lingüística aplicada, me llegué a familiarizar con la noción de reducir a la mínima expresión el tiempo de habla del profesor y a conocer el trabajo de figuras extrañas como Caleb Gattegno con su “aproximación silenciosa” a la enseñanza de idiomas y matemáticas entre otras cosas. Tenía sus cosas extrañas – hasta estrafalarias dirían algunos – pero tenía claro un principio que ahora considero central en cualquier tipo de intervención sea de educación, de terapia o de consultoría (que son las áreas en las que me muevo profesionalmente) y ese principio es el de centrarse en el cliente (o ya que estamos hablando de Universidades) en el estudiante.
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